La manía de tener perros
Alexander Sutherland Neill
Agustín García Calvo
La tragedia del hombre consiste en que su carácter, como el del perro, es
susceptible de ser moldeado. No sucede así con el gato, animal superior al
perro, pues si bien a éste se le puede crear una conciencia de culpabilidad, al
gato no. Mucha gente prefiere a los perros, ya que su obediencia y adulador
meneo de rabo, señalan un claro reconocimiento a la superioridad del amo. La
educación infantil es igual que la perruna, el perro que es azotado, al igual
que el niño al que se golpea, se convertirá en un adulto obediente y con un
arraigado sentimiento de inferioridad. Así como entrenamos a nuestros perros
según nuestra conveniencia, del mismo modo educamos a nuestros hijos, olvidando
que si bien podemos concebir la idea de lo que debiera ser un perro, no estamos
en las mismas condiciones en cuanto a un niño. Podemos estimarnos mejores que
un perro, pero no deberíamos tener la osadía de sentirnos superiores a los
niños.
En la perrera o en la guardería, tanto los perros como los humanos, deben
mantenerse limpios, sin ladrar en demasía, obedecer sin demora al silbato, y
tomar los alimentos cuando se lo indican.
Somos muchos los testigos de cómo cien mil perros meneaban complacidos el
rabo en Tempelhof, Berlín, cuando en 1935, Hitler, el gran domador, silbaba sus
órdenes.
Alexander Sutherland Neill, “Padres problema y los
problemas de los padres”. Editores Mexicanos Unidos, México, 3ª edición 1978,
pág.20
Entiéndase pues bien que la manía de tener hijos no se
diferencia en nada esencial de la manía de tener perros (o gatos, o loros, o
cocodrilos), que en muchos casos de Individuos aislados o de parejas estériles
vemos servir como un sustituto, más o menos satisfactorio, del tener hijos. Y,
desde luego, la adopción de hijos ajenos (de otros o de nadie conocido), tan
generalizada entre las parejas de nuestro mundo, cumple aceptablemente el
cometido esencial de la procreación. (...)
En todo caso, de lo que se trata es de tener (un niño,
un gato, lo que sea), tener cualquier cosa, pero preferiblemente un ser vivo
(porque sólo a los seres vivos se les puede administrar la muerte) que sea de
uno, de una, alguien a quien se pueda mandar, acariciar, pegar, educar y sufrir
por, a lo que es de uno, a lo que es otro y tiene su ser, pero que al mismo
tiempo me hace ser, me constituye, y es por ende casi como yo mismo, carne de
mis carnes.
Agustín García Calvo, “Contra la pareja”. Editorial
Lucina, Zamora, 2ª edición 1992, pág.48
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